En República Dominicana, la corrupción ha dejado de ser una sorpresa para convertirse en una constante del debate público. Escándalos aparecen, ocupan titulares por días y luego se diluyen en la rutina nacional, generando una peligrosa normalización.
Durante décadas, los casos de corrupción han seguido un mismo ciclo: denuncia, indignación momentánea y olvido. Esta repetición ha debilitado la confianza ciudadana y ha creado una percepción de impunidad estructural.
Más allá de los partidos, la corrupción se ha infiltrado como una práctica tolerada socialmente. El “eso siempre ha sido así” se ha convertido en una excusa colectiva que frena el cambio real.
El cansancio social ha generado apatía. Muchos ciudadanos ya no se sorprenden, no protestan y no esperan consecuencias, lo que fortalece el sistema que permite que los abusos continúen.
Sería injusto analizar el presente sin reconocer un cambio relevante: la actual gestión del presidente Luis Abinader ha marcado un punto de quiebre frente a prácticas del pasado.
Por primera vez en mucho tiempo, ministros y directores del propio gobierno han sido investigados y judicializados, enviando un mensaje claro de que nadie está por encima de la ley.
La Operación Cobra desmanteló un entramado corrupto en el SENASA, con 10 encartados, de los cuales 7 cumplen prisión preventiva en la cárcel de La Parra y 3 están bajo arresto domiciliario.
Estos procesos representan un hecho sin precedentes recientes y contradicen la vieja idea de que la justicia solo persigue a los vencidos políticos.
Un gobierno no cambia una cultura por sí solo. El desafío es que estos casos no sean excepciones, sino el inicio de una nueva norma institucional y social.
La corrupción en RD sigue siendo un problema cultural profundo, pero hoy existe una señal distinta. Si la justicia se mantiene firme y la sociedad exige coherencia, tal vez el país deje de sorprenderse… porque finalmente empezará a confiar.
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